El sabor de la sentencia
06-10-2012 | Los imputados entraron en fila como
en su historia pasada y estallaron los flashes, todo indicaba que se había
subsanado el inconveniente que demoró la audiencia. Luego -“de pie”-, dijo una secretaria y entró el
Presidente escoltado por sus dos colegas; tomó asiento, agradeció el clima de
respeto mantenido a lo largo de once meses, se colocó los anteojos y leyó el
fallo. Entonces se conoció la primera sentencia condenatoria por crímenes de
Lesa Humanidad en la ciudad de Mendoza; sucedió a los seis días del mes de
octubre del año dos mil once.
Cayó todo el rigor de la ley sobre cuatro miembros del Departamento 2 de Informaciones de la Policía de Mendoza: Luis Rodríguez, Juan Oyarzábal, Eduardo Smaha y Celustiano Lucero. Los dos primeros fueron jefes; el “ruso” Smaha era enlace de Inteligencia con el Ejército y el “mono” Lucero trascendió por haber asesinado a Paco Urondo de un golpe en la cabeza. Todos condenados a cadena perpetua en cárcel común.
Los otros dos acusados tuvieron mejor suerte, el entonces teniente con vocación de verdugo Dardo Migno fue condenado a 12 años por la privación de la libertad y tormentos infringidos contra don Angel Bustelo, ya sexagenario por esos días; mientras que su camarada del Ejército, Paulino Furió fue absuelto en la Causa por la desaparición de Jorge Fonseca.
Casi un año atrás, el 17 de noviembre de 2010 se había iniciado el tratamiento de más de treinta crímenes que incluían veinticuatro desapariciones pero a lo largo de los once meses fueron apartados del juicio varios acusados, como Luciano B. Menéndez y otros jefes; por ende cayeron las causas que se les atribuían. A la hora de la verdad, la sentencia correspondió a siete desapariciones, la de Ricardo Sánchez Coronel; el matrimonio Rafael Olivera-Nora Rodríguez Jurado; Salvador Moyano; Jorge Fonseca; Rosario Aníbal Torres y Alicia Cora Raboy, compañera Francisco”Paco” Urondo; además se juzgó el homicidio del poeta quien fue muerto en el momento de su apresamiento. Finalmente, se trató el allanamiento ilegal a Arturo Rodríguez y la detención ilegal de Ángel Bustelo .
Dos de agosto de 2012: imputados, inicio Tercer Juicio por delitos de lesa humanidad, Mendoza |
Acorde con la trascendental jornada,
la sala de audiencias de Tribunales Federales lucía repleta de las y los
directos involucrados, observadores y la
infaltable prensa. Un grueso blindex separaba el área destinada al
público de la ocupada por abogados,
fiscales, imputados, Jueces y secretarias; a través del vidrio se
imponía la solemnidad del Tribunal ubicado tras un macizo escritorio en roble oscuro con el
escudo argentino tallado en madera. El
conjunto se elevaba en una plataforma dos
peldaños por encima de todos los presentes, para que no haya dudas sobre el
lugar de la autoridad; desde allí, el Presidente del Tribunal, Juan Antonio González
Macías, leyó el fallo .
Dentro de esa pecera, a ambos lados del estrado, convivían moros y cristianos. A la izquierda nuestros aguerridos abogados de la querella y la fiscalía, dispuestos juntos, en una misma línea de escritorios. En los extremos los escoltaban dos brillantes mujeres: una querellante y otra secretaria del Fiscal. Espacio de por medio, frente a ellos en una primera línea, los abogados defensores, y detrás, tres de los acusados: Lucero, Smaha y Furió.
Y de este lado, en las primeras
filas, había personalidades y algunos funcionarios siempre dispuestos a la foto
de ocasión; a sus espaldas, a sala repleta, la presencia más intensa fueron los
compañeros, compañeras y familiares, enarbolando a los suyos; los más, los que cultivamos durante décadas la certeza que
este día debía llegar y sería inscripto en nuestra historia porque los
genocidios no se pueden ocultar bajo la alfombra.
El día llegó, comenzó a despuntar ese 6 de octubre en que nos vestimos para la celebración,
suerte de corolario de largos meses en
los que lo soterrado, lo sucedido en los años ’70, fue iluminado en la palabra de los personajes
reales; fue contado y sufrido por
testigos y familiares.
En un clima de intensa ansiedad comenzó la audiencia y bajo un mismo impulso se agitaron las pancartas con los rostros de
nuestros compañeros, rasgos en negro sobre fondo blanco con letras al pie que los
y las nombran. Hubo un silencio espeso
durante la breve lectura del acta. Luego se escuchó la sentencia y un grito nombró a nuestros 30.000 desaparecidos; después todo fue algarabía y regocijo: vitoreamos, reímos, besamos mejillas húmedas y nos apretamos. De reojo, observamos a los represores que se retiraban en fila, con la mirada al suelo
como matones en caída, desnudos de su único atributo: llamar
al miedo; reducidos a meros delincuentes camino a la condena .
Bajamos hacia la claridad de esa mañana
soleada; ya en la calle nos reconocimos
en abrazos, sonrisas y lloramos de felicidad.
Así, las penas, penitas nuestras, tan adentro, tan fuerte pegadas al pecho, ese
día se fueron en llanto, en agüita
salada, rodaron por las escaleras de la explanada para llegar al sumidero que
se tragó 35 años de humillaciones e indiferencia, dicha sólo posible con un retazo de justicia.
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